Cuando por fin salió del concesionario, el corazón le latía como si acabara de correr una maratón.
Ernesto tenía 25 años y llevaba meses trabajando de sol a sol. Desde niño soñaba con tener una moto Enduro, de esas que aparecen en los comerciales saltando entre montañas. Esa tarde, con el casco aún en la mano, se miró en los espejos y pensó: "Ahora sí, ya llegué".
Durante semanas, la moto fue su orgullo. La lavaba cada sábado. Se sentía poderoso al subir a ella.
Hasta que conoció a Sofía.
La vio por primera vez en una reunión de amigos. Llevaba un vestido sencillo, sin marcas, sin brillo. Pero había algo en su manera de estar presente que le resultó desarmante. No miraba el celular, no hablaba de lo que tenía. Le interesaba la gente. "Yo creo que ayudar a alguien te cambia el día", le dijo una vez, después de saltarse una fiesta para acompañar a su vecina enferma al hospital.
Esa frase se le quedó como un eco.
Una noche, después de un paseo en su reluciente moto, Ernesto se bajó, la cubrió con su lona y se quedó mirándola en silencio. Por primera vez, no sintió la emoción de antes. Sintió vacío. Como si hubiera confundido brillo con alegría.
¿Qué nos llena?
Nos pasamos la vida deseando cosas que creemos que nos van a dar identidad, seguridad o felicidad. Pero muchas veces, en el fondo, lo que hacen es alejarnos de lo esencial: de los demás, de nuestra verdad, de Dios.
El consumo tiene esa trampa sutil: te promete una versión mejor de ti mismo, pero muchas veces te deja más lejos de ti. Cuanto más acumulas, más peso llevas. Y lo irónico es que lo que más nos llena suele ser lo más ligero: una conversación profunda, un acto de generosidad, un día sin pretensiones.
Jesús nos lo dice claramente: "No podéis servir a Dios y al dinero" (Mateo 6, 24). No es que las cosas sean malas, sino que cuando las convertimos en nuestro centro, nos alejan del verdadero tesoro.
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¿Cómo vivir con menos, pero mejor?
Haz un inventario emocional. ¿Qué cosas tienes que solo sirven para impresionar a otros? ¿Qué te está robando paz interior?
Empieza a soltar. Regala, vende o elimina objetos que no usas pero que ocupan espacio en tu vida. Cada cosa que sueltas es un paso hacia la libertad.
Cambia la pregunta. No pienses "¿qué quiero comprar?" sino "¿qué me haría vivir mejor?". Casi siempre la respuesta no está en una tienda.
Reencuéntrate con el silencio. Apaga el ruido (literal y simbólicamente) para escuchar lo que de verdad necesitas. Ahí es donde Dios habla más claro.
Practica el "más con menos". Una comida sencilla compartida vale más que una cena lujosa en soledad. Las mejores cosas de la vida no se compran.
Una frase para la semana
Cuanto más liviano caminas, más lejos puedes llegar. Y el camino hacia Dios siempre es más fácil cuando no cargamos con tanto equipaje innecesario.