Las heridas de la infancia
Martín, me surgió algo en la oficina
Martín tenía ocho años y una ilusión que llevaba semanas esperando: ir al partido con su papá.
No era cualquier partido. Jugaba su equipo favorito en el estadio de verdad, con luces, gritos, camisetas, y ese olor a hot dogs y pasto mojado que se le había quedado en la nariz desde la única vez que fueron.
Su papá le había prometido que esta vez sí. Que tenía boletos, que el sábado era solo de ellos dos. Martín incluso sacó la camiseta vieja del clóset y la lavó a escondidas para que estuviera lista.
Ese sábado se despertó más temprano de lo normal. Se puso los jeans que más le gustaban, los tenis limpios y esperó sentado en el sillón de la entrada con la mochila al lado. A las 11, su papá bajó por fin, celular en mano, corbata desarreglada. Se quedó unos segundos mirando a su hijo. Luego dijo con voz apurada: “Martín, me surgió algo en la oficina. Otro día, ¿sí? Esto no lo puedo mover.”
La puerta se cerró antes de que Martín pudiera responder.
Ese día, Martín no lloró. Se quitó la camiseta, guardó la mochila y se metió a su cuarto. Cuando su mamá le preguntó si estaba bien, él solo respondió: “De todos modos, ni me gustan tanto los partidos.”
Veinte años después, cada vez que alguien cancela, llega tarde o le dice “otro día”, a Martín le duele un poco el pecho… sin saber bien por qué…
Qué aprendemos
Las heridas de la infancia rara vez gritan. Más bien se quedan ahí, escondidas en frases pequeñas, en gestos que el niño se traga con fuerza. Y aunque parezcan olvidadas, siguen hablándole a la adultez: “No eres tan importante”, “No cuentes con nadie”, “Mejor no esperes demasiado”.
Muchos adultos reaccionamos desde esas heridas no sanadas. Nos volvemos distantes, desconfiados, perfeccionistas, autosuficientes… pero en el fondo seguimos esperando que alguien nos elija, nos vea, nos lleve al partido.
Sanar implica reconocer al niño que fuimos, hablarle con ternura y dejar que Dios entre justo donde más dolió. Porque Él sí recuerda.
“¿Acaso una madre olvida al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Isaías 49,15).
Dios no solo conoce nuestras heridas. Las ha cargado. “Él tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras enfermedades” (Mateo 8,17).
Y su promesa sigue en pie: “Sanaré su infidelidad, los amaré generosamente” (Oseas 14,5).
Las claves para sanar al niño interior
1. Recuerda una escena de tu infancia que aún te duele. Escríbela como si hablaras con ese niño o niña que fuiste.
2. No minimices lo que sentiste. Valida tu emoción. Te dolió, y estuvo bien que doliera.
3. Pregúntate: ¿qué aprendí sin querer de esa experiencia? ¿Cómo me sigue afectando hoy?
4. Imagina a Jesús sentándose junto a ese niño. ¿Qué le diría?
5. Considera hablar de esto con alguien de confianza, con tu director espirityal y, si es necesario, con un terapeuta católico.
Frase para la semana
“Él sana a los que tienen roto el corazón y les venda las heridas” (Salmo 147,3).


