Hace unos días comencé a leer el libro De niño quebrantado a hombre restaurado, de Patrick Morley.
El texto relata las cuatro coordenadas para educar sanamente a los hijos. Al leerlas, lo primero que se me vino a la mente fue un profundo agradecimiento a Dios por los padres y la hermana que me dio.
Pero enseguida supe que tenía que compartir esto.
Atención, son coordenadas. No un mapa exacto, pero sí una brújula. Cuatro puntos que ayudan a no perderse cuando uno siente que está improvisando.
1. Amor: el lugar donde siempre se puede volver
El amor no es solo el sentimiento profundo que aparece cuando ves a tu hijo por primera vez. Es la decisión diaria de hacerle sentir que no tiene que ganarse tu cariño. Que no necesita cumplir condiciones para ser amado.
Hay hijos que crecen creyendo que solo valen si sacan buenas calificaciones, si son obedientes o exitosos. Pero el amor verdadero asegura: aunque todo falle, tú eres mi hijo y aquí estoy.
Ese amor es lo que da seguridad interior. Es lo que les permitirá no buscar fuera la validación que no recibieron en casa. Como dice el profeta Isaías: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura? Aunque ella lo hiciera, yo no te olvidaré”(Isaías 49,15).
2. Estructura: las barandillas que brindan libertad
Aunque suene raro, los límites no restringen la libertad: la hacen posible. La estructura —rutinas, normas claras, consecuencias— le da al niño una referencia firme que le permite actuar con seguridad.
Piensa en un niño cruzando un puente sin barandales. Caminará con temor.
Pero si el puente tiene límites claros, podrá correr, explorar, confiar. Así funciona la estructura en la crianza.
No se trata de castigos ni de autoritarismo, sino de coherencia. De enseñar con el ejemplo y mantener el rumbo. Los hijos no necesitan una educación perfecta, sino previsible.
3. Raíces: lo que permanece
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